domingo, abril 26, 2009

Crónica unplugged, sin campera y pasada por agua


Con la primer tormenta de otoño cayendo con toda su soberbia marrón, las veinte máquinas se apagan de súbito en este cyber de calle Urquiza. En esta siesta altagraciense, alguna puteada a EPEC y reacciones decepcionadas. "¿Ya vuelve?", pregunta Marquitos. El pibe que atiende hace un gesto liviano de no saber. Marquitos no fue a la escuela hoy, se vino directamente al cyber; Juan salió hace unas horas, salteó almuerzo y arrancó para acá. Mateo le explica a Juan que la única que queda es esperar y se queda sentado mirando el monitor apagado.

Yo mironeo la hora en el teléfono celular, vuelvo a la pantalla apagada, relojeo las luces de seguridad que se prenden automáticamente, al pibe que atiende y que está desorientado y al resto de los pibitos que empiezan a dar vueltas, conforme pasan los minutos y no vuelve la energía eléctrica. Afuera, mientras tanto, llueve cada vez más fuerte.

Este cyber no es muy grande: unas veinte máquinas apostadas contra las dos paredes laterales y nada más. Me abstraigo escuchando con auriculares al Bicho Bolita en mi mp3. De a ratos me persigo cuando alguna sonrisa me mira fijamente; el volumen está lo suficientemente alto como para no distinguir si alguien me pide algo, me agrede, me consulta, me ignora, me ofrece algo o qué.

Un gentil lápiz de punta mocha que me presta el pibe que atiende, raya reversos de papeles urgentes con este intento de crónica testimonial de lo que ocurre con estas diez gentes que estamos muy lejos de nuestros respectivos barrios y del cybermundo también, compartiendo una situación por lo menos rara. Con la luz cortada, encerrados entre PCs muertas de un lado y la lluvia punzante del otro, in crescendo el hartazgo y la inquietud: la líbido adolescente hace estragos. Chicos grandes y grandes chicos toquetean las máquinas como descubriendo un mundo ajeno. El tacto, investigando casi a ciegas el hardware, lo de afuera, ese mundo plástico (la superficialidad del mundo virtual). Marquitos abre la puertita del USB, toca el reset con insistencia, también el mouse. Juan inspecciona con sus uñas las pelusas que hay en el teclado. Mateo se para de la silla y camina. Otros dos pibes más allá juegan con sus teléfonos celulares y se pechan, se empujan, secretean. La lluvia sigue cayendo con mucha intensidad, mientras uno que creo que se llama Sebas, prende un encendedor y juega con la llama, que otro aprovecha para prender un cigarrillo. Marquitos sale corriendo a chapotear en las cunetas. Llega otro en moto, sale hecho un rayo enseguida y deja una humareda bárbara. Uno medio gordito, con gorra y capucha, no se ha movido de su silla, metido para adentro en el universo de canciones que le provee su teléfono celular.

El Bicho Bolita, cantautor neuquino genial, estridente en mis oídos, me deja con una canción que habla de una bomba nuclear... Unos minutos me distancian de la radio; unos minutos, cuatro cuadras y un diluvio, más precisamente. El programa arranca en media hora, tengo que ir para empezar la producción. En cualquier momento tengo que salir. Y no tengo campera.

No hay comentarios.: